ENSAYOS

OBRAS DEL AUTOR

Peseta sr

Paz en la guerra (novela). Madrid; Fernando Fe, 1897 4

De la enseñanza superior en España. Madrid; Revista Nueva, 1899 1,50

Amor y Pedagogía (novela). Barcelona; Henrich y C.a, 1902 3

Paisajes. (Colección Colón.) Salamanca, 1902. . . 0,75

De mi país. (Descripciones, reíalos y artículos de costumbres.) Madrid; Fernando Fe, 1903. ... 3

Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada. (Segunda edición, adicionada con un nuevo ensayo.) Madrid; Renacimiento, 19 14 3,50

Poesías. Fernando Fe , Victoriano Suárez. Ma- drid, 1907 3

Recuerdos de niñez y de mocedad. Madrid, Fer- nando Fe, Victoriano Suárez, 1908 3

Mi religión y otros ensayos. Madrid; Renaci- miento, 1910 3,50

Por tierras de Portugal y de España. Madrid ;

Renacimiento, 1910 3,50

Rosario de sonetos líricos. Madrid; Fernando Fe, Victoriano Suárez, 191 1 3

Soliloquios y conversaciones. Madrid; Renaci- miento, 191 1 3,50

Contra esto y aquello. Madrid; Renacimien- to, 1912 3,5°

El espejo de la muerte (novelas cortas). Madrid; Renacimiento 1

Del sentimiento trágico de la vida. Madrid; Renacimiento, 1913 3»5°

Niebla (?iivola). Madrid; Renacimiento, 1914- 3>5°

Ensayos: 1. 1; Residencia de Estudiantes, 19 16. 3

Ensayos: 1. 11; Residencia de Estudiantes, 19 16. 3

Ensayos: 1. m; Residencia de Estudiantes, 1916. 3

Ensayos: t. iv; Residencia de Estudiantes, 1917- 3

ENSAYOS

POR

MIGUEL DE UNAMUNO V

PUBLICACIONES DE LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES SERIE II VOL. 13

MADRID 1 9 1 7

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ALMAS DE JÓVENES

EN La Nación, acreditadísimo diario de Bue- nos Aires, y en el último número del Mer- care de France —el de febrero—, ha publicado Gómez Carrillo unas notas que le di, acerca de nuestra juventud intelectual y del efecto que ella me produce. Y con ésta son muchas ya las veces que he tratado de ese tema, quedándome muchas más por tratar de él. Y es que, si no nos pre- ocupan los jóvenes, ¿qué nos va a preocupar?

Dice Carrillo que parece no estimo a los jóve- nes. Todo lo contrario. Dudo que a nadie le inte- resen más; dudo que haya en España quien con más ahinco busque firmas nuevas y las siga; dudo que haya quien con más ardor desee verlos ir unidos al asalto del ideal. Lo que hay es que yo, como muchos otros, manifiesto con cierta dureza mis cariños y gusto de fustigar a los que quiero. Para los irredimibles, para los que no tienen sino

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arrastrar una oscura vida o una muerte más os- cura aún, para éstos no cabe sino el apostrofe del florentino: no hablemos de ellos, sino mira y pasa.

Permitidme que hable de mismo; permítame mi joven amigo J. O. G., de quien reproduciré luego dos cartas; permitídmelo: soy el hombre que tengo más a mano, como decía mi paisano Trueba.

Llevo cerca de veinte años de profesorado, trece de ellos en cátedra pública y oficial; llevo cerca de veinte años tratando con jóvenes, y andan ya haciendo papel por el mundo discípulos míos. Llevo cerca de veinte años de profesorado, y aun no he cumplido los cuarenta. En el trato frecuente y lo más íntimo que me es dable con la juventud, procuro mantener mi juventud en fres- cura. Y, sin embargo, nunca he logrado ver que se me tratara como a joven. Cuando, teniendo poco más diez y seis años, envié, sin firma, un artículo a El Noticiero Bilbaíno, Trueba, que era entonces el alma de este diario, lo atribuyó a una persona mucho mayor que yo, que vive y con la que me une hoy buena amistad. Y, a partir de entonces, casi siempre me vi tratado de niño viejo. Lo cual me consuela, pues creo es el mejor camino para llegar a viejo niño. Y todo esto me ha creado, como se lo decía a Carrillo, una sitúa-

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ción especialmente favorable, pues ni la gente vieja me cuenta entre los suyos, ni entre los suyos me cuenta la gente nueva. Partiendo de lo cual, suele tentarme Satanás en mis horas de desfalle- cimientos del espíritu, diciéndome: «No hagas caso, Miguel, eso es que no tienes edad; ni eres de los jóvenes ni de los viejos, ni eres de ayer ni de mañana; eres de hoy, eres de siempre.» Y yo le digo: Vade retro, Safaría; pero, ¿por qué no confesarlo?, removidas mis pecadoras entrañas por esas palabras del Tentador.

Y no quiero seguir por aquí, pues esta mañana he estado leyendo en el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, del V. Padre Alonso Ro- dríguez, lo que este piadoso varón decía del se- gundo grado de la humildad en el cap. xm del tratado tercero de la parte segunda de su prolija y sosegada obra, capítulo en que habla de los que se humillan para ser ensalzados, que no hay mayor soberbia que pretender ser tenido por humilde, y de lo que un Padre muy grave y muy espiritual llamaba humildad de garabato, «porque con ese garabato queréis sacar del otro que os alabe». Y no vaya la malicia a pensar que, al en- salzarme yo por mediación de Satanás, busco el que se me eche eso en cara y me humillen, y no cuántas otras cosas.

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Lo que digo es que no son los más soberbios los que más hablan de mismos, ni es soberbia el reconocer, a la vez que los propios deméritos y faltas, también los méritos y perfecciones pro- pias. Y traigo esto a cuento porque veo que son no pocos los jóvenes que dan en ensalzarse de un modo o de otro, ya directamente, ya por medio del elogio mutuo, y hasta los hay que, engañados por Nietzsche, el gran embaucador, hablan de su propia soberbia. Y no hay tal soberbia, ni los que dicen padecerla la padecen, sino que es una moda como cualquier otra, sin que haya por debajo, en lo regular, otra cosa que la rebusca del pan de cada día.

Hay en nuestros jóvenes mucha soberbia fin- gida, como es pura ficción la horribilidad de aquel inocente animalito al que llaman los naturalistas Moíoch horridus, inofensivo lagarto de la Aus- tralia, que al verse hostigado toma la apariencia de espantable animal dañino, erizándosele de miedo no qué gola o pendejo del cuello.

Los más de los males de que nuestra juventud padece arrancan de la pobreza de nuestro país y de nuestra vida. Su fantasía les engaña con so- brada frecuencia, mostrándoles el pan en forma de gloria. Lo he dicho muchas veces, y lo repito, y no por última vez: en el español, la codicia

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ahoga a la ambición. Somos un pueblo de pordio- seros arrogantes que despedimos con un «¡Dios se lo pague!» al que nos da limosna, y con un «¡Vaya un tío!» al que no nos la da.

Llega un mozo a Madrid en busca de colocarse, y al punto procura un rodrigón, y es ello forzoso. Y los que más aparentan independencia suelen ser los que con más ahinco lo buscan.

Y lo más triste es que los jóvenes andan des- parramados y sin haber comprendido que el unirse, dejándose de rodrigones, y el marchar en falange compacta les daría mucha más fuerza.

No ha sido posible hasta ahora unirlos a todos, y es acaso porque la busca del pan desune, y no todos comprenden que no sólo de pan vive el hombre.

Y ahora, antes de proseguir con esto, voy a insertar aquí dos cartas de mi joven amigo J. O. G., que ha hecho ya, y con aplauso de los buenos, sus primeras armas.

Dice así la primera:

«Mi querido amigo: A pesar de lo cariñosa que era su carta, no la he contestado cuando y como debie- ra; me perdonará usted. Esperaba a estar más sere- no, a que el espíritu me entrara en ritmo sociable. Como, por lo visto, el compás no acaba de ganarme la cabeza, renuncio a escribirle tranquilamente.

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»Tengo un verdadero lío en la cabeza: la consa- bida sopa de letras, hirviendo; unas me suben, otras me bajan, en sartas o en pedazos; ahora tengo una duda sobre algo elemental y básico, y al punto se me monta una afirmación absoluta tenazmente. Otras veces siento que bajo la conciencia me andan ideas desconocidas haciendo sus menesteres; de cuando en cuando, una asciende como un pez a to- mar aire, y la veo; pero, como no veo el resto de su familia, no me sirve de nada. En una palabra, un lío ideal que con su jaleo me impide verme lo instin- tivo, lo espontáneo que haya o haya de haber en mi personalidad.

»Luego me agarra la convicción de que no ni una palabra de nada; pero así, ni una palabra. Fuera de unos cuantos, todos los demás caballeros pen- santes no tenemos ninguna idea seriamente hecha; queremos fabricar tremendas ideologías tajantes, sin datos de la realidad de hoy o pasada, por un lado, y sin dejarnos crecer el logaritmo de nuestro yo de otro lado, porque acaso advertimos que repele las modas intelectuales. Somos unos parvenus, unos golfos, unos arrivistas, como dicen Mrs. les tran- cáis.

»Acaso me diga usted que no hace falta saber para pensar; pero le he de confesar que ese misticismo español-clásico, que en su ideario aparece de cuando en cuando, no me convence; me parece una cosa como musgo, que tapiza poco a poco las almas un

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poco solitarias como la de usted, excesivamente ín- timas (no se indigne), y preocupadas del bien y del alma por vicio intelectualista. Sólo el que tenga una formidable intuición podrá con pocos datos, con pocas piedras, hacer un templo; si no tiene ningún dato, hará una cosa anacrónica y brutal (Mahoma), y, si no tiene esa tremenda intuición, hará sólo majade- rías. Esto es lo que han hecho los señores de treinta años, y lo que comenzábamos a hacer nosotros los de veinte. Aquéllos traían algo de frescura y de vida antiliteraria, e hicieron una irrupción de bárba- ros en estos campos de las ideas. Más vale, es cier- to, algo que nada. Pero yo, dígolo francamente, no me allano al papel de bárbaro, y, por mucho que me alaben la robustez de mis brazos y mis buenos colo- res salvajes, me creo capaz de ser un hombre franco, bueno, justo, de aire libre, al mismo tiempo que enten- dido, aficionado, studiosus, lento y calienta-libros.

»Nunca olvidaré las frases amargas, humanas, con que habla Turguenef , en Hamo, de los diaman- tes en bruto de su país: «No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios! No: aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que estudiar, comenzando por el alfa- , beto; si no, hay que callarse y estarse quieto.» Una de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta todo cimiento, es des- terrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio (que viene a ser una manifestación del espí-

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ritu de la lotería), y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento. Si fuéramos Francia, otra cosa hablaríamos. Prefiero para mi patria la labor de cien hombres de mediano talento, pero honrados y tenaces, que la aparición de ese genio, de ese Napoleón que esperamos, y que llamaba Baroja con el nombre de Dictador en el último o penúltimo nú- mero de Alma Española. Corre por todos los áni- mos de los intelectuales nuestros de hoy un viento de personalismo corto de miras, estéril, que es lo más opuesto a nuestras necesidades. Un genio nos alzaría un momento, y, muerto o roto, volveríamos a nuestro faquirismo, o mejor judaismo, a esperar, enfermos, inquietos, imposibles, otros dos o tres siglos el nuevo genio que por reparto providencial y sin esfuerzo nuestro nos correspondiera.

»Según usted, mi cariñoso amigo, yo debiera de- cir esto en público hablando o escribirlo, puesto que, bueno o malo, se me ha ocurrido. Si tal hiciera, y la cosa pareciera una tontería, como si nada; si parecía lógico y digno de consideración, la falta de madurez, el cachorrismOy las inexperiencias y candideces que necesariamente habrían de envolver su exposición, estropearían, embotarían lo que de bueno pudiera haber en ella. Así que me lo guardo. Creerá usted que es avaricia o temor a comprometerse; pero yo le aseguro que es respeto a las ideas, y —¡qué de- monio!— cierto asco de entrar a formar parte, casi a sabiendas, del coro de ocas.

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«Observará usted que estoy pesimista. Sí; creo que, por donde vamos, no vamos a ninguna parte. Me produce verdaderamente malestar leer los ar- tículos que se escriben: «Iba yo por la calle...» «Me acosté anoche...» «Un amigo mío...» ¿Será que estos señores tienen tan poca confianza en el timbre de su voz, que temen resultar anónimos y desvaídos si no hablan en primera persona? Y el caso es, que casi casi, son cuartas...

»A1 llegar aquí releo la carta, y me parece un poco fuerte; he pecado de algunos vicios que aquí mismo censuro; pero, al cabo, esto es una carta a usted, que tiene ciertos hábitos y gustos de confesor, y no es un artículo.

»Podrá ser que no haya nada de cierto en cuanto digo; pero ¿se atreverá a censurarme que, no tenien- do cosa mejor que hacer, trabaje sobre los libros de nueve a diez horas diarias, y que crea que, haciendo esto unos cuantos años, se puede pensar mejor que no haciéndolo?»

»Espero me conteste.

»Sabe usted es su amigo de veras,

J. O. G.»

No recuerdo lo que contesté a esta carta de mi joven amigo, aunque me lo figuro. Protesté, desde luego, de que haya yo nunca creído que no hace falta saber para pensar, ni que haya condenado el estudio, yo que hago de él la principal ocupación

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de mi vida, y que he sido un devoralibros, sobre todo de mis diez y seis a mis veintiséis años. Lo que es cierto es que, aun más que leer, me gusta ver y observar lo que en torno mío pasa, y que en el orden de estudios que profeso hoy ofi- cialmente, el de la lingüística castellana, prefiero oir hablar a los charros y estudiar la lengua viva del pueblo, tomándola de su boca, que no embu- tirme en la mollera viejos mamotretos de hablistas de siglos hace. Me produce más júbilo el encon- trar en uso un vocablo que, a partir del latín y por deducción fonética, había supuesto como po- sible en castellano, tal cual me ha acontecido con la voz anidlar, enjalbegar o limpiar una casa, usada en parte de esta provincia de Salamanca, y que es derivación del latín nítidas, catalán netejar, francés netoyer, y derivación conforme a todos los principios fonéticos conocidos, me produce más júbilo esto que no el pescar con caña de erudito un voquible raro en cualquier fraile del siglo xvi. Pero no desdeño leerlos. Mas la- mento lo frecuente que es encontrar a nuestros jóvenes zambullidos en ciencia puramente libresca y entregados a la pedantería. Hablan demasiado de autores y de libros, y muestran demasiado em- peño en hacer ver los unos que los han leído, y que no los han leído los otros.

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Por otra parte, el libro es en España más im- prescindible que en otras partes. Donde hay más cultura en el ambiente social que la que aquí hay, recíbela uno sin saber cómo: de conversaciones, de la lectura de diarios, de conferencias, del es- pectáculo mismo de la vida. Aquí tenemos que suplir cada uno las deficiencias de la cultura am- biente y las deficiencias de nuestra educación; el español se ve obligado a ser autodidacto. Y de nuestro forzoso autodidactismo proceden, con algunas ventajas, no pocos de nuestros incon- venientes.

Y puestos a leer, leer mucho. En esto aplaudo a mi amigo. Y también aquí he de repetir palabras mías de otra ocasión, y es que, cuanto menos se lee, hace más daño lo que se lea. Cuantas menos ideas tenga uno y más pobres sean ellas, más es- clavo será de esas pocas y pobres ideas. Las ideas se compensan, se contrastan, se contrapesan y hasta se destruyen unas a otras.

Más complicada es la cuestión de la esperanza en el genio, que plantea en su carta mi joven ami- go, y muy exacto lo de que viene tal esperanza a ser una manifestación del espíritu de la lotería. Sin embargo, yo, que, como los más de los espa- ñoles que pueden tirar una vez al año cinco du- ros, juego a la lotería por Navidad, a ver si me

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cae el premio gordo, aunque sin hacerme ilusiones al respecto ni echar sobre ello las cuentas de la lechera, creo que la esperanza en el genio no es obstáculo para que cada cual trabaje por mismo, preparándose así al advenimiento de aquél, si es que ha de llegar. El genio sirve de poco o no sirve de nada, si no es el núcleo en torno del cual se agrupan los «cien hombres de mediano talento, pero honrados y tenaces». Es más: creo que un solo genio, un genio solitario, si por acaso naciese entre nosotros —y tal vez haya nacido, y viva y aun se muera o se haya muerto, sin que de él nos hayamos percatado—, creo que ese genio no ma- duraría, a falta de otros genios. Es la sucesión de genios, la mutua fecundación de sus labores, lo que hace las grandes épocas de un pueblo, como lo ha mostrado bien el gran pensador norte- americano Guillermo James en su ensayo sobre los grandes hombres y su ambiente L; Un genio, a la vez que es producto de un grupo de talentos que le fomentan y maduran, es quien puede re- unirlos y multiplicarlos.

La espera del genio, si de veras lo esperára- mos, en vez de sumirnos en la quietud nos move-

1 Great Men and their Environment en el libro The wiu to belleve and other essays in popular phllosophy by William James.

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ría a la acción, así como la esperanza en el Mesías era lo que arrancaba a las mujeres judías de la esterilidad voluntaria y las hacía ansiar la mater- nidad. Y la esperanza en el Mesías es lo que man- tiene aún vivo y activo a ese pueblo maravilloso. Y así como toda doncella judía deseaba ardiente- mente llegara el hombre que la hiciera fructificar de entrañas, en esperanza de que su fruto fuera el Mesías prometido; si de veras esperáramos el genio —que yo creo que no lo esperamos con es- peranza activa—, todos procuraríamos con ardor que fructificasen por el estudio nuestras entrañas espirituales y las de nuestros hijos, por si el ge- nio dormía, o en nuestro propio seno espiritual o en el de nuestros hijos.

No, yo no creo que esperamos el genio, porque esperar es rogar a Dios, pero dando con el mazo, y veo nuestro mazo parado. A lo sumo le aguar- damos. Esperar es salir a la puerta de la casa con la luz en la mano, y escudriñar y avizorar las ti- nieblas exteriores y dar voces por si nos respon- den, mientras que aguardar llamo a echarse a dormir, diciéndose: «Ya vendrá y dará en la puer- ta, y me despertará con el aldabonazo y saldré a abrirle. »

Para que llegue el genio, hay que hacerse dig- no de él; hay que provocarlo. Si nuestros jóvenes

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creyeran de veras en el advenimiento del genio, habríanlo producido ya, sacándolo de entre ellos mismos; si tuviesen fe en el genio, habrían hecho el genio, porque la fe crea su objeto.

El personalismo de que mi joven amigo se la- menta es una de las causas de que no brote entre nuestros jóvenes el genio, que es la personaliza- ción de lo más impersonal. Cada uno finge creer en mismo, para ver si así se atrae la fe de los demás, en vez de creer en los otros. O creer en mismo, pero sin fingimiento, con hechos, y no con meras palabras.

A mi contestación a la carta trascrita, que es del 6 de enero de este año, me contestó con esta otra :

«Mi querido amigo: Muchas gracias por los alien- tos que me da. Me complace ver que coincido con usted en algunas cosas; coincidencia tan exacta, que las apostillas de usted a lo que yo le decía, también las pensaba yo, si bien me las dejé en el tintero.

^Como siento un gran desdén apriorístico hacia cuanto ahora pienso, por no considerarme en condi- ciones de pensar normal y seguramente al ver en usted cierta conformidad, me digo: ¿Conque no eran majaderías?

«Respecto a la publicación de mi carta como mo- tivo de un ensayo..., por lo mismo que tengo una

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grande ansia de notoriedades grandes, me castigo y cerceno las pequeñas ansias de notoriedades chi- cas, como ver mi nombre en los periódicos por cual- quier motivo que sea. Desearía, pues, que no diera usted la carta mía sino como el estado mental de un muchacho de veinte años, que abrió los ojos de la curiosidad razonadora al tiempo de la gran caída de hojas de la leyenda patria. Únicamente dándole esta fuerza representativa adquiere la carta valor de he- cho sugestivo para un desmontador de almas socia- les como usted. Hay, sin embargo, una dificultad: hago en la carta afirmaciones rotundas e hirientes; algunos señores habrán de sentirse molestos. Si us- ted quiere, por medio de una vaga alusión o perífra- sis, puede dar a entenderlo a estos señores, quien, desde su modesta y callada mesa de trabajo, siente un gran desdén por sus obras, y las juzga disolven- tes, bárbaras, y por lo menos estériles: crimen éste de esterilidad, que equivale hoy en España a un cri- men activo. Así sólo quien necesite comprenderlo lo comprenderá.

»Tiene usted cierta fe en un arquitecto, en un pre- sunto rimador que congregue esos versos sueltos en una labor constructora. Pero vea usted: esos señores han hecho una cosa buena: todo lo bueno —le decía en mi anterior— que puede hacer un irruptor salvaje: derruir, romper ídolos, labor ne- gativa. Son cerebros hechos para ir del más al me- nos; hágalos usted moverse del menos al más, ¡cual-

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quier día! Les falta en absoluto esa pequeña, infini- tesimal capacidad de renunciamiento, de disciplina, en sentido universal, casi biológico, necesarias para hacer lo que un ser solo no puede hacer. Son pegu- jaleros intelectuales; no sienten, no ambicionan el hijo de mismos. Si hubiera vivido entre ellos Juan Jacobo, no habría imaginado aquella explicación matemática del contrato social por una dejación (c'cst á vous) de partes alícuotas de libertad indivi- dual. Por lo tanto, si aquí se ha de hacer algo, lo primero es no contar con esos decadentes. Y es lás- tima; porque, in honore veritatis, tienen cierto va- lor intelectual, cosa que por acá andaba perdida hace tiempo, mucho tiempo; ¿podría usted decirme cuánto?

»Sólo me queda decirle una cosa, si me perdona usted esta intromisión crítica: Ha aprendido usted de los jesuítas un secreto táctico que ellos apren- dieron de las mujeres: el secreto de preocuparse individualmente de los que se les acercan, sabiduría de confesor y de cortesana (parce mihi). Es usted terrible.

»A Maeztu hace mucho que no le veo; me dicen que está de montreur d'ours, paseando a Grand- montagne. Este hombre que acaso tenga tan buena fe y tanta honradez anímica como Ramiro, me pare- ce el peor estratega, si no existiera Maeztu. Y ya que va de crítica y valoración psicológica, diré a usted que tengo a Ramiro como el hombre más bue-

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no, más de primer movimiento, más sincero, más niño, en fin, con menos redroideas de cuantos andan con una pluma en la mano. Ama las cosas tan fuerte- mente, con tanta inocencia, con tal ardor y olvido de mismo y de los demás, con tal desprecio del ridículo, que las estropea, las rompe y las hiere en la matriz. Leyendo las vidas de los grandes hom- bres, y mejor sus memorias y arias, ¿no es verdad que se aprende cierto maquiavelismo o jesuitismo, sabio, alto y humano? Las ciegas impurezas de la realidad... Creo que me entiende usted. »En fin de cuentas, sabe usted es su amigo,

J. O. G.»

Bien que mi joven amigo José Ortega Qasset no quedará del todo contento de que le publique estas sus dos cartas, pero creo con ello hacerle un gran bien, y hacer otro a la juventud españo- la. La falta de intimidad de nuestro ambiente es- piritual es verdaderamente enervadora y sofo- cante; un falso pudor contiene nuestras más legí- timas expansiones. Mucho de la hostilidad que he notado entre los jóvenes hacia otro joven citado en esta carta, Maeztu, ¿no proviene de que éste vive al aire libre, con el alma desnuda a las mira- das de todos? Esa falta de intimidad lleva a po- breza de espíritu, y esta pobreza hace que acaben no pocos de nuestros jóvenes por hocicar en el

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más chinesco casticismo, por preocuparse poco más que de la pureza, armonía y elegancia de la frase castellana. El esteticismo, y el de peor ralea, es el paradero de tales almas que cierran sus entrañas.

Antes de seguir tengo que protestar de un con- cepto que en su carta estampaba mi joven amigo, y es lo de que haya yo aprendido de los jesuítas secreto alguno táctico. Ni me han educado jesuí- tas ni he tenido continuado trato íntimo con nin- guno de ellos. A pesar de lo cual estoy harto de oír se me moteje de jesuíta. A lo que suelo con- testar: «Es muy posible que vean otros algo de jesuítico en mí, pero ello se deberá a hermandad de origen entre la Compañía y yo, y no a influen- cia ninguna de ella sobre mí. Y digo hermandad, porque el Padre de la Compañía, Iñigo de Loyola, era, como yo, un hijo de la raza vasca, y lo que pueda haber de común entre mi espíritu y el je- suítico será lo que uno y otro tengamos del espí- ritu vasco.»

Por lo demás, apenas necesita comentario la segunda carta de mi joven amigo. Todo lo que en ella se refiere a los instintos destructores de los jóvenes decadentes, me parece de perlas. ¿No será más bien que, así como la busca del ideal une, la rebusca del inmediato mañana, desune y desagrega?

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Me hallaba preocupado con estas cartas, y de- seando darlas a luz, como aquí las doy, comenta- das, cuando recibí otra con unos versos de otro joven amigo mío, del poeta Antonio Machado, hermano de Manuel. Los versos de uno y de otro son de lo más espiritual que puede hoy leerse en España. Machado, que creía soñar en la quietud del que duerme, dice que hay que despertar y soñar despierto y obrando.

Hay en su carta pasajes dignos de reproduc- ción. He aquí uno:

«No quiero que se me acuse de falta de sinceridad, porque eso sería calumniarme. Soy algo escéptico y me contradigo con frecuencia. ¿Por qué hemos de callarnos nuestras dudas y nuestras vacilaciones? ¿Por qué hemos de aparentar más fe en nuestro pen- samiento, o en el ajeno, de la que en realidad tene- mos? ¿Por qué la hemos de dar de hombres conven- cidos antes de estarlo? Yo veo la poesía como un yunque de constante actividad espiritual, no como un taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imá- genes más o menos brillantes.»

Cuando publique mi ensayo sobre la conse- cuencia, se verá cuán acertadas me parecen estas líneas de Antonio Machado. Y, sobre todo, si un poeta no es un espíritu que vive a nuestros ojos, ii que sentimos vivir, es decir, fraguarse día a

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día su sustancia, ¿qué es un poeta? Y si un jo- ven no es así, ¿qué es juventud? Sigue Machado:

«Pero hoy, después de haber meditado mucho, he llegado a una afirmación: todos nuestros esfuerzos deben tender hacia la luz, hacia la conciencia. He aquí el pensamiento que debía unirnos a todos. Us- ted, con golpes de maza, ha roto, no cabe duda, la espesa costra de nuestra vanidad, de nuestra somno- I lencia. Yo, al menos, sería un ingrato si no recono- ciera que a usted debo el haber saltado la tapia de mi corral o de mi huerto. Y hoy digo: Es verdad, hay que soñar despierto. No debemos crearnos un mundo aparte en que gozar fantástica y egoístamente de la contemplación de nosotros mismos; no debemos huir de la vida para forjarnos una vida mejor, que sea estéril para los demás.»

La inserto así, hasta en lo que a se refiere. ¿Por qué no? No hay más que una humildad ver- dadera, y es la sinceridad. El que se preocupa de mostrarse humilde o de aparecer modesto, es que alimenta una real soberbia. Lo derecho es dejarse ser como es, es cojer el alma propia y con fuerte brazo tenderla en la plaza pública, a las miradas y a las pisadas de todos los que pasen.

Sigue diciéndome Machado, después de hablar de la sed de misterio:

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«Nada más disparatado que pensar, como algunos poetas franceses han pensado tal vez, que el miste- rio sea un elemento estético Mallarmé lo afirma al censurar a los parnasianos por la claridad en las formas. La belleza no está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo. Pero este camino es muy peli- groso y puede llevarnos a hacer el caos en nosotros mismos si no caemos en la vanidad de crear siste- máticamente brumas que, en realidad, no existen, no deben existir.»

No deben existir en el campo de batalla, fuera de él, sí; el misterio está más allá de la lucha, y su revelación es el premio de la victoria. Tiem- pos de lucha son los actuales para nuestra Espa- ña, y no puede nuestra juventud recojerse a pu- lir joyas de oribería ni a rebuscar nuevos ritmos. Los nuevos ritmos surgen espontáneamente de la nueva vida; las canciones nuevas se improvisan en la embriaguez del triunfo. Si todos los jóvenes que, mustios y lacios, arrastran sus videzuelas entre envidias y desalientos, se uniesen para la lucha de hoy, surgiría de entre ellos, al punto, el poeta de mañana. La poesía es cogüelmo de ac- ción; es también acción muerta.

Me habla luego Machado de que cree observar en la vida literaria madrileña un esfuerzo hacia la actividad del pensamiento, y que este esfuerzo

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ha creado una fuerza nueva, que necesita cauce. «Pero el torpe resurgir a la luz de nuestros cere- bros adormilados nos hace dice— mirarnos to- davía como enemigos.» Y sigue:

«Aquí hay una gran inquietud que nos hace ser injustos unos con otros. Nos miramos por dentro, y, al ver nuestros defectos, no tenemos el heroico va- lor de confesarlo, sino que se lo arrojamos en forma de catilinaria a nuestro vecino. Apenas si surge un adjetivo que no se lo tiren a la cabeza todos a todos, con el santo deseo de descalabrarse. En realidad es que a todos nos duele. Pero en el fondo de esta gran miseria hay algo que nos llevará a todos a unificar nuestros esfuerzos hacia un ideal que está más alto que nuestra vanidad. No cabe duda.»

No, no cabe duda. Del fondo de la miseria co- mún es de donde suele surgir el remedio. He ahí un joven que dice de sus companeros en juventud lo que acaso no hubiera dicho yo, a quien acusan algunos de juzgar muy duramente a los jóvenes. A los jóvenes, que son ya lo único que en España me interesa.

Sí, del fondo de la común miseria surgirá el remedio cuando cada cual se persuada de que lo que es mal de todos, lo es de cada uno. En un li- bro, en torno al cual parece ha hecho el silencio nuestra Prensa, cuando es merecedor de todo elo-

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gio, en el libro Mi rebeldía, del comandante de Infantería D. Ricardo Burguete, he leído esta sentencia, fuertemente sugestiva: «La defensiva es una forma democrática: se confía en el esfuerzo común y éste descansa en el mérito ajeno.» Lo cual me hace recordar otra sentencia, ésta de una mujer, la famosa teósofa Mrs. Annie Besant, sen- tencia que cita James en otra de sus tan doctri- nales obras (The varieties of religious expe- rience), y es la que dice así: «Mucha gente desea i prospere una buena causa cualquiera, pero muy : pocos se cuidan de fomentarla, y muchos menos aun arriesgarían algo en su apoyo.» «Alguien tie- ne que hacerlo, pero ¿por qué yo?», es la muleti- lla de toda apocada simpatía. «Alguien tiene que hacerlo, ¿por qué no yo?», es la exclamación de algunos serios servidores del hombre, que ansian avanzar a encararse con un deber peligroso. En- tre estas dos sentencias median siglos enteros de evolución moral. Locos son, en efecto, los que se deciden a ser los primeros; cada cual quiere que le preceda otro. «El papel de precursor es muy poco grato —me decía un joven amigo mío—, por- que luego viene el otro, el precursado, y se lo coje todo con sus manos lavadas.» Mas yo le dije, y aquí repito, que si los jóvenes todos se dedicaran a precursores del genio, con espe-

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ranza en él, pronto brotarían de entre ellos los genios.

Los jóvenes esperan. ¿Qué esperan? Lo que ha de venir. ¿A quién esperan? Al que ha de venir. ¿Y qué es lo que ha de venir y quién vendrá? Na- die lo sabe. ¿Y qué le traerá? Le traerá la espe- ranza. Porque la esperanza, como la fe, crea su objeto.

Un antiguo apotegma escolástico decía que no puede quererse nada que no se haya conocido an- tes, nihil volitum quin praecognitum; y tal es el principio supremo de todo intelectualismo. Al cual principio debemos oponer, jóvenes, el inver- so, y afirmar que no cabe conocer nada que no se haya querido antes, nihil cognitum quin prae- volitum. El deseo es primero, y su realización después. Y el deseo no surge de inteligencia.

Dice Machado que ansia luz. Es que se está haciendo la luz en sus entrañas, o mejor en sus soto-entrarías espirituales. Es el alba del espíritu. ¿Que será un alba perpetua? ¿Y qué importa? ¿Hay acaso nada más dulce, nada más fortifican- te, nada más vivificante que el alba? ¡Hermosa hora aquella en que ve uno nacer su sombra páli- da y larga, y al volverse se encuentra con que el sol, cual gigante flor de fuego, brota de tierra! Y, aunque no salga, ¿qué importa?

ENSAYOS 35

Nihil cognitum quin praeuolitum. No cono- cerán nuestros jóvenes al Príncipe de juventud en torno al cual se unan para el asalto de la for- taleza que guarda el misterio de mañana, del eter- no mañana, mientras no sepan desearlo, mientras no sepan quererlo. El Enviado vino, pero vino al pueblo de Raquel, de aquella Raquel que decía a Jacob, su hombre: «Dame hijos, o si no me mue- ro» (Génesis, xxx, 1); y se los dió. El Enviado vino, y vino a las entrañas de la mujer, que dijo al anunciárselo el ángel: «He aquí la criada del Señor; hágase en según tu palabra» (Luc, i, 38). También vendrá a España el que nos haga falta, el genio esperado, pero es siempre que los jóvenes lo ansien, y que, al abrir los ojos a la luz, se diga cada uno de ellos: «¿Seré yo el espe- rado? ¿Seré yo el que esperamos todos, el que yo espero?» Y si sintiera en la comezón de las alas, el empuje de las alturas; si se sintiera crecer y henchirse de ambición sagrada, entonces se lle- nará, no de soberbia, sino de sumisión perfecta, y, viéndose el servidor de todos, esperará que se haga en él según la esperanza de España, según la esperanza de su juventud, según la esperanza de todos. «Tiene que venir, ¿por qué no he de ser yo?» Sólo el que sienta esto ele veras, el que lo sienta y no sólo lo piense, y el que de veras y

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no por ficción lo sienta, sólo el que sienta eso de veras es joven por juventud inmarchitable.

No mires, joven, tu reflejo en los demás; mira sus reflejos en ti mismo. No te busques desparra- mado en los otros antes de haber buscado a los demás coyuntados en ti. Si los unes en tu espíritu, sabrás luego unirlos en la vida.

Mayo de 1904.

SOBRE LA FILOSOFIA ESPAÑOLA

(DIÁLOGO)

A Rafael Urbano, que cree en la filosofía española.

SE no es más que un plagiario! —dijo. Y le respondió el otro:

—¿Plagiario? ¡Puede ser! Pero el caso es que tiene talento para plagiar. —¡Vaya un talento!

—Y no pequeño. Porque cojes a veinte indivi- duos, los encierras en sendos cuartos, con las mis- mas veinte obras cada uno y con encargo de ex- tractarlas, o más bien, de entresacar lo más nota- ble que contengan ellas; y el uno apenas saca más que las vulgaridades y simplezas, lo que de común tienen todas ellas, mientras que el otro sacará lo más exquisito y original que allí lea, y habrá quien no te sino los títulos. Acostumbro juzgar a al- gunas personas leyendo en los ejemplares mismos en que ellas han leído.

—¿Y cómo?

—Porque las hay que suelen marcar con lápiz

40 M. DE UNA M UNO

rojo o azul los pasajes que más les han llamado la atención, y es curioso observar en qué cosas van a fijarse algunas gentes. Los hay que sólo marcan lo que corrobora y confirma sus propias opiniones, y otros, por el contrario, lo que las contradice. Yo soy de éstos.

—Sí, y algo más; y es que parece te complaces en ir siempre contra la corriente central, contra aquel número de principios y tendencias científi- cas en que comulgan la mayor parte de los moder- nos hombres de ciencia, o, si quieres, de los hom- bres de la moderna ciencia.

En efecto; la ortodoxia científica me es aún más intolerable que la religiosa, y más insoporta- bles los definidores de laboratorio que los de sa- cristía. Hay pobres diablos que se imaginan que los que hablamos de Dios y de alma, y de potencias y facultades, ni hemos entendido, si es que los hemos leído, a Wundt, o a Münsterberg, o a Mach, o a Ziehen, o siquiera a Ribot, ni sabemos hacia dónde cae el tálamo óptico o qué cosa sea la his- toria. Y pudiera muy bien ser que estemos de vuelta mientras ellos van de ida. Y de todas ma- neras, tengo observado que este intolerante cien- tificismo prende mejor y arraiga más donde la ciencia arrastra más lánguida vida.

Es natural: a menos pensamiento, pensamien-

ENSA VOS 41

to más tiránico y más absorbente. Es como la so- berbia, que aun siendo menor llena más en los es- píritus más pequeños.

—Eso que no te lo entiendo...

—Pues es bien claro de entender. Si un espíri- tu tiene una capacidad como cien y la soberbia le ocupa veinticinco, esta soberbia será menor que la de otro espíritu que la tenga por valor de cien; mas si la capacidad de este segundo es de mil, siempre resultará que al primero le ocupa una cuarta parte y al segundo no más que una décima. De aquí lo ridículo de la soberbia de los espíritus pequeños...

—Pero ahora no tratamos de esto, además de parecerme tu comparación geométrica completa- mente absurda e inadecuada. Lo que te digo es que no puedo resistir a esa nube de importadores de ciencia europea al detalle, de ciencia de fábri- ca, que ponen el grito en el cielo cuando hay quien trata de traducirla, y no a nuestro lenguaje, sino a nuestro espíritu.

—¿Pero es que crees que la ciencia tiene patria y que puede haber una ciencia española, france- sa, italiana, alemana...?

Yo me entiendo y bailo solo. Sin duda que el álgebra, o la química, o la física, o la fisiología, serán las mismas en todas partes; pero las ciencias

42 M. DE UNAMUNO

sirven para algo más que para hacer progresar las industrias y procurarnos comodidad y ahorro de trabajo: sirven para ayudarnos a hacernos una filosofía, y en cuanto a ésta, cada pueblo saca de las mismas ciencias una filosofía distinta. Como que la filosofía es la visión total del universo y de la vida a través de un temperamento étnico. —Eso lo dijo ya...

—Sí, no quiero que me llames plagiario; eso lo dijo ya alguien, y sospecho que lo hayan dicho muchos; yo donde lo he leído me parece que es en un polaco: Lutoslawsky. Pero, sea como fuere, me parece ello muy cierto. Y por lo que hace a este nuestro pueblo español, no que nadie haya formulado sistemáticamente su filosofía.

—¡Pues la tiene!

—Sin duda, todos los pueblos la tienen, mani- fiesta o velada. Pero si la tiene, hasta ahora no se nos ha revelado, que yo sepa, sino fragmentaria- mente, en símbolos, en cantares, en decires, en obras literarias como La vida es sueño, o el Qui- jote, o Las Moradas, y en pasajeros vislumbres de pensadores aislados. Acaso el mal viene de que antaño la quisieron vaciar en un molde que le ve- nía estrecho, y hoy no se la busca, y si se la bus- ca es a través de unos lentes de prestado.

—Pues yo creo, digas lo que quieras, que si ha

ENSAYOS 43

de surgir una filosofía española que sea nuestra visión del universo y déla vida y a la vez el fruto de nuestra dolorosa experiencia histórica, sólo será ahitándonos antes de cultura europea, llenán- donos de ciencia moderna, de la que llamas, con cierto retintín, ortodoxa, dirigiéndola y asimilán- donosla.

—Qué yo. . . Me parece, sí, que debemos traer todo el mayor material científico posible, pero en gran parte en concepto de cascote, para que sir- va de balsa de tierra.

—¿Balsa de tierra? ¿Y qué es eso?

¿No sabes cómo procedían para asentar sus monumentos los constructores babilonios y ni- nivitas?

—No recuerdo haberlo leído.

—En el Egipto buscaban, como buscamos nos- otros, el suelo firme, la roca viva; pero en las grasas llanuras de laMesopotamia, tierras de alu- vión cuyo fondo rocoso estaba muy adentro, re- nunciaban a alcanzarlo. Apoyábanse sobre el sue- lo natural, pero interponiendo entre él y el edifi- cio un macizo a modo de zócalo o basamento, una esplanada que repartía sobre una estensa área la carga del edificio. En Corsabad el macizo que sirve de basamento al palacio se eleva a una al- tura de catorce metros, y no es un simple térra-